Por Sofía Masi Verón
Con respeto a la diversidad de creencias religiosas, invito a considerar realidades concretas y tangibles. Vivimos en Paraguay, un país latinoamericano con una desigualdad profunda y antigua. La desigualdad no sólo es económica, también existe un sistema que oprime a las mujeres y discrimina a las personas según cómo viven su sexualidad o construyen su identidad. Hablamos de la desigualdad de género.
En Paraguay, la palabra género es tan temida, que fue eliminada por el Congreso Nacional de la Ley de Protección Integral a las Mujeres contra todo tipo de violencia. El temor es tan fuerte que somos el único país del Mercosur sin una ley contra toda forma de discriminación. Y este 5 de octubre se anuncia una marcha contra la educación con enfoque de género. Mucha gente se opone a todo lo que englobe la palabra género basada en su fe religiosa, siguiendo el discurso de su iglesia o campañas mediáticas.
Hablar de género es urgente y necesario para erradicar desigualdades y diversos tipos de violencia en nuestra sociedad. ¿Por qué? Porque tiene que ver directamente con la forma en que las personas decidimos vivir nuestras vidas, nuestra sexualidad y sobre las decisiones que tomamos sobre nuestro cuerpo. Un enfoque de género implica desnaturalizar roles o mandatos sociales y culturales.
El género es un conjunto de características sociales, culturales, políticas, psicológicas, jurídicas y económicas que la sociedad asigna a las personas. Es decir, cada sociedad define qué es ser hombre y qué es ser mujer, que es masculino y qué es femenino, según ciertos consensos. Sin embargo, la diversidad humana no se reduce a esa dicotomía.
Cada ser humano es único e irrepetible. Como tal, construye su identidad con subjetividad. ¿Por qué imponer formas de vida? ¿Es acaso formar una familia, ser padre o madre, el único “destino” o función del ser humano en este planeta? ¿Puede la relación sexual limitarse al objetivo de la reproducción habiendo tantas formas de relacionarse y vivir la sexualidad? Si no aceptamos que existen infinitas subjetividades, estamos negando la propia esencia del ser humano, estamos negando derechos humanos.
Simone de Beauvoir, filósofa francesa existencialista, ya en 1949 investiga sobre el “ser mujer” llegando a conclusiones importantes que luego dan un sustento teórico al movimiento feminista. El feminismo toma el género entendido como una construcción social, para desarrollar un pensamiento que critica dualidades: razón/emoción, público/privado y personal/político. Estas divisiones responden a un sistema de desigualdades (el patriarcado) que ha oprimido a las mujeres a lo largo de la historia, reduciéndonos a seres muy emocionales y no pensantes, a personas que deben dedicarse al ámbito privado, a la familia, las tareas domésticas y del cuidado de forma gratuita, sin ningún tipo de incidencia política.
El feminismo como movimiento político y social, en sus diversas corrientes, tomando el género como una construcción que genera injusticia, ha logrado importantes conquistas para las mujeres. Podemos mencionar el derecho al voto ¿por qué sólo los hombres pueden participar y decidir en política?, el divorcio ¿por qué deberíamos estar unidas toda la vida a un hombre que nos violenta?, a estudiar y trabajar, ¿acaso no tenemos derecho formación intelectual e independencia económica?
Y la lucha continúa. Aún existen muchas desigualdades. El Paraguay fue el último país de la región en conceder el sufragio a la mujer en 1961 y la participación de las mujeres en política sigue siendo minoritaria. Las mujeres seguimos sufriendo diversos tipos de violencia, desde el acoso callejero, el acoso laboral, abuso sexual hasta la muerte. Según cifras oficiales, de enero a agosto de este año, 28 mujeres fueron asesinadas. La cantidad de feminicidios este 2017 es superior a los años anteriores. En la mayoría de los casos, el crimen fue cometido por parejas o exparejas.
Hablar de género permite una mirada transversal para abordar los problemas sociales. Negar una perspectiva de género es negar realidades y por lo tanto dejar de luchar por una sociedad más justa para todos y todas.